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18-08-2025
En el municipio de Rivas Vaciamadrid (Madrid), un huerto comunitario junto al CEIP José Saramago ha convertido un terreno vacío en un espacio productivo y abierto al barrio. Es uno de los espacios impulsados por nuestro Programa 3C Cultivemos el clima y la comunidad. En él conviven historias como las de Alicia y Ramona, dos mujeres con trayectorias, motivaciones y ritmos distintos, que comparten un espacio que ha transformado su manera de mirar el mundo y de mirarse a sí mismas.
Alicia García Blanco estudió Ciencias Ambientales y desde hace años mantiene una alimentación basada en plantas. Su interés por participar en un huerto urbano no fue casualidad, sino consecuencia de un recorrido personal y profesional ligado a la sostenibilidad. Su motivación iba más allá de aprender a plantar tomates: quería formar parte de algo colectivo.
Desde las primeras sesiones del proyecto, le interesó especialmente la parte social: conocer los orígenes de estos huertos comunitarios que surgieron como una reivindicación vecinal de espacios abandonados y una apuesta por la agroecología. “Me gustó mucho que hablaran de los movimientos sociales detrás de todo esto, de cómo nacieron en ciudades para crear comunidad y no solo para cultivar”, explica.
Esa mirada conecta el huerto con una larga tradición de lucha urbana y transformación colectiva del espacio, que durante los años 70 y 80 llevó a movimientos vecinales y colectivos ciudadanos a ocupar descampados, solares abandonados y tejados para convertirlos en parques, jardines y huertos comunitarios.
Expansión de los huertos urbanos
Hoy, el movimiento de huertos urbanos en España continúa consolidándose y expandiéndose a nivel nacional. No solo fomentan la participación ciudadana y la educación ambiental, sino que también responden a la emergencia ecológica y al interés creciente por reconectar con el entorno natural y generar espacios colectivos sostenibles. Así, se han consolidado como una práctica social y ambiental estable, que sigue ganando fuerza en paralelo a las crisis socioeconómicas y ecológicas actuales.
Para Alicia, participar en este proyecto significa cultivar más que verduras: significa construir relaciones, conservar saberes y apostar por un modelo urbano más sostenible y humano. En lo cotidiano, el huerto se ha convertido para Alicia en un refugio y un espacio de desconexión: “El día que se fue la luz me vine al huerto a regar y a leer”, recuerda. Este acto sencillo encierra una poderosa dimensión: en momentos de crisis como apagones, olas de calor o durante la pandemia, el huerto urbano se revela como un espacio vital de resiliencia y autonomía.
Poder producir, aunque sea una pequeña parte de la propia comida, representa una reducción de la dependencia de las cadenas industriales y globalizadas que a menudo resultan vulnerables o insostenibles. Además, estos espacios ofrecen confort térmico y un entorno seguro donde mantener vínculos sociales y cuidar la salud física y mental, actuando como refugios climáticos y comunitarios frente a las adversidades. El huerto se configura no solo como un lugar para cultivar, sino como un recurso esencial para afrontar eventos extraordinarios que desafían nuestras formas de vida. “Es muy bonito el proceso de pasar de la nada a generar algo tan importante como es alimentarte”, resume.
Ramona: del rechazo al huerto a encontrar una vocación en las flores
Ramona Maier llegó al huerto casi a la fuerza. “Me apuntó Paula, mi amiga. Yo no quería, me parecía una malísima idea”, confiesa entre risas. Los primeros días casi no apareció, y cuando lo hizo, fue más por compromiso que por convicción. Hasta que descubrió algo inesperado: estar sola trabajando en los bancales la relajaba. “Cuando no había gente me sentía bien, volvía a casa más tranquila. Ahí empezó a gustarme”, explica.
Con el paso del tiempo, el huerto no solo ha aliviado su estrés; también ha despertado en ella una vocación que no imaginaba: crear una granja de flores en Rumanía. “Vi perfiles en Instagram de mujeres que tenían granjas de flores y me dije: ‘Esto es lo que quiero hacer’”, recuerda. Aunque la situación familiar todavía la retiene en España, sueña con volver a su país, Rumanía, y aplicar lo aprendido para transformar un pequeño terreno en un espacio productivo y sostenible.
Cultivar es también un cambio interior
El paso de Ramona por el huerto ha transformado incluso su mirada sobre la vida: “Antes ni levantaba la vista para mirar los árboles. Ahora me paro, observo insectos, hago fotos”, cuenta. Ha cambiado su alimentación, reduciendo la carne, y ha ganado algo que dice que le faltaba: paciencia. Estos cambios están alineados con estudios que muestran que las actividades de jardinería mejoran el bienestar psicológico, aumentan la atención plena y fomentan hábitos más saludables (Soga et al., 2017).
Alicia, por su parte, mantiene su compromiso vegano y ve el huerto como una forma de vivir esa coherencia. “Saber que no estás contribuyendo a sistemas que dañan el planeta es muy poderoso”, afirma. La evidencia científica también señala que la horticultura comunitaria promueve la autoeficacia, el sentido de propósito y la conexión con otros, lo que se asocia con mejores indicadores de salud mental y física.
¿Por qué son importantes estos huertos?
A la pregunta de por qué los huertos comunitarios merecen apoyo, Ramona contesta sin dudarlo: “Te enseñan a valorar la comida. Cuando cultivas un tomate, sabes lo que cuesta. Y aprendes a cuidar la tierra, que damos por hecha”. Su experiencia refleja una creciente conciencia ecosocial, al reconocer la interdependencia entre las personas y los ecosistemas que las alimentan. Este aprendizaje cotidiano se vincula con la soberanía alimentaria, al defender que toda persona, sin importar su nivel de ingresos o su barrio, pueda decidir sobre qué, cómo y dónde producir y consumir sus alimentos, asegurando que sean frescos, nutritivos y obtenidos de forma responsable.
Alicia, por su parte, insiste en el papel de las instituciones: “Hace falta financiación, más espacios así, y concienciar a la gente de que esto va mucho más allá de llenar la nevera”. Sus palabras apuntan a la necesidad de un compromiso público que no se limite a facilitar un terreno, sino que respalde de forma activa procesos comunitarios donde las personas puedan implicarse en el cuidado y regeneración de su entorno. La propuesta de expandir estos huertos a otros barrios o ciudades refleja una visión de ciudad donde la naturaleza y la comunidad se entrelazan, y donde la acción colectiva —apoyada por recursos municipales— se convierte en motor de aprendizaje ecológico, cohesión social y resiliencia urbana frente a retos como el cambio climático.
Ambas coinciden en que estos espacios ofrecen algo difícil de encontrar en otros lugares de la ciudad: la posibilidad de parar, de aprender de la naturaleza y de las personas, y de sentir que, aunque sea a pequeña escala, puedes ser parte de la solución. En ese hacer cotidiano, quienes participan se convierten en agentes de cambio, capaces de transformar hábitos y relaciones con el entorno, y de impulsar una acción por el clima tangible, que se traduce en prácticas locales de cultivo sostenible, cuidado de la biodiversidad y reducción de la huella ecológica.
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